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  • Al ser verdad lo anterior no lo es menos

    2019-06-12

    Al ser verdad lo anterior, no lo es menos que la cultura asentada en tiempos coloniales, a diferencia de la que llegó en los primeros tiempos de la conquista, respondía a la relativa ignorancia del mundo clásico en España, sobre todo del griego. Fue el país donde más se leyeron sus autores en traducciones, lo cual revela curiosidad popular ciertamente, pero también confirma alejamiento de las lenguas antiguas, como lo hace asimismo la exigüidad de ediciones de textos griegos, abundantes en otros países europeos, por la falta de tipos de imprenta. Esta cerrazón en el mundo letrado se acompañaba por una actitud irrespetuosa hacia los antiguos, visible en la distinta utilización de su acervo que hacen Shakespeare de un lado y Cervantes o Velázquez de otro, por no poca malquerencia eclesiástica del mundo pagano y por jiribilla nacional hacia los romanos, que en tiempos antiguos habían conquistado Iberia, como después hicieran godos y moros. Tales actitudes se habían trasladado de este lado del Atlántico, con renovados motivos. Entre la plebe colonial se ha notado una actitud burlesca y carnavalizadora de los clásicos, en consonancia con el modelo hispano, y el latín podía servir de instrumento de hechicerías, como en manos del mulato Miguel de la Flor en la Oaxaca del siglo xvii. La Iglesia temió estos usos, pero también que los indígenas vieran analogías entre el ejemplo clásico, como también el bíblico, y los cultos prehispánicos que se quería abolir. Con razón se ha dicho que “entre nosotros el latín, que constituía la AN-2728 de los estudios por su posterior proyección, no tenía por finalidad primaria la de ser instrumento para hacer revivir las creencias, las costumbres, las artes, las letras, las ciencias y la filosofía de la antigüedad clásica, en una palabra el saber de griegos y romanos […sino] capacitar para el servicio de la Iglesia”. Cuando se vieron ciertas derivaciones políticas de los estudios clásicos se denunció buscar sólo adornos en las humanidades y no el fundamento de una educación cristiano-política, pues era “corromper las costumbres y precipitar en el abismo de la perdición a todos los reinos que quieran imitar la cultura del de Francia”. Aun en los pocos seminarios donde subsistió el griego hasta el siglo xix había escaso interés por la literatura. Como se comprobó infinidad de veces, en son de crítica o elogio, la cultura eclesiástica colonial se centraba en la patrística y los tratados de teólogos, canonistas y panegiristas hoy desconocidos. Hay quien los ha visto como la principal influencia ideológica, superior a la de los autores paganos de la Antigüedad, en los hombres de la independencia. Por lo menos su onomástica (y la de sus esclavos) deriva del santoral en su mayor parte, al faltar la frecuencia de nombres clásicos que era regla en otras colonias y lo sería entre los criollos de las generaciones posteriores. En síntesis, las manifestaciones antes aludidas, sobre las cuales han puesto el acento los varios estudios sobre Horacio o Virgilio en Nueva España o el latín en Colombia o Chile, se referen a personajes de gran fuste, a las clases superiores o a ciertos individuos excepcionales. En general es aceptable la conclusión del jesuita Aurelio Espinosa Pólit: “faltaba una tradición clásica arraigada, razonada y convencida en la España del siglo xviii” y en América “no había el arraigo y la fe capaces de resistir a la ventolera de innovaciones”. Y si esto sucedía en las alturas, en las escalas más bajas de la sociedad prevalecería la situación que, con cierto prejuicio, no digo que no, los hermanos Robertson describían en la provincia argentina de Corrientes: “algunos clérigos y frailes tienen nociones de latín, pero rara vez puede encontrarse en una biblioteca un libro clásico, o prohibido por la Inquisición”. Si la erudición española no alcanzaba el nivel de la transpirenaica, la americana estaba peor todavía y ni siquiera las pocas nociones de los clérigos y frailes correntinos tenían los curas errabundos, groseros e ignorantes con que topó Alexander Gillespie en las pampas: “vi uno solo que conversara en latín, aunque sus rezos se pronunciaran en ese idioma”.